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La navaja del visir - Richard Hughes

Había una vez un pobre hombre que, debido a la perfección de su trabajo, llegó a ser barbero del sultán de Fez, quien le tenía cariño y confiaba en él. Pero el sultán tenía un visir que estaba celoso del barbero.

"Aun tratándose de un barbero", se decía a sí mismo el visir, "el sultán le demuestra más aprecio que a mí. ¿Qué impide que un buen día me mande de paseo y ponga al barbero en mi lugar?"

Semejante cosa no le hacía ninguna gracia al visir, quien aspiraba a ser nombrado sultán a la muerte de su señor. Así pues, un día, cuando el barbero abandonaba el palacio lo llamó:

- Nunca he tenido ocasión de ver la navaja y las tijeras que utilizas. Supongo que no usarás las mismas con Su Majestad que con el resto de la gente.

- No, claro que no -contestó el barbero- Me reservo una navaja y unas tijeras especiales para el sultán: las mejores que tengo. -Y abrió su estuche para enseñárselas al visir.

El visir miró la navaja con rostro ceñudo.

- ¿No te da vergüenza utilizar una navaja tan corriente para la cabeza de Su Majestad?

- ¡Ay de mi! -sollozó el barbero-. Soy un hombre pobre. Pero es una buena navaja, la mejor que tengo...

El visir le puso las manos sobre los hombros en actitud amistosa:

-Amigo mío, toma esta hermosa navaja con mango de oro y piedras incrustadas: es más digna de afeitar la cabeza de Su Majestad.

El barbero desbordaba gratitud.


Al día siguiente, el sultán se fijó en la magnífica navaja nueva. En cambio, al barbero le llamaron la atención las palabras bordadas en la toalla que el sultán tenía sobre los hombros: "Nunca actúes con precipitación, piensa primero". Y empezó rumiarlas mientras sus dedos friccionaban la cabeza de Su Majestad. Luego, dejó adrede la navaja nueva y cogió la nueva para afeitar a su señor.

-¿Por qué no usas esa hermosa navaja nueva? -le preguntó el sultán.

-Esperad un momento -respondió el barbero. Y concluyó en silencio el afeitado del sultán-. Es verdad que traje esa navaja nueva para afeitar vuestro cráneo, pero entonces leí las palabras bordadas en la toalla y pensé: "¿Para qué voy a cambiar de navaja, si sé que la antigua va bien y, en cambio, no sé como va la nueva?"

-¿Cómo llegó a tus manos? -preguntó el sultán. Y el barbero le contó toda la historia.

El sultán, mesándose su recién rizada barba, mandó llamar al visir.

-Me parece... -dijo el sultán mirando atentamente el rostro del visir-; me parece, amigo mío, que te haces falta un afeitado:

-Digáis lo que digáis, siempre tenéis razón, señor -le contestó el visir-: Pero me han afeitado esta misma mañana.

-No importa -insistió el sultán-. Sigo pensando que necesitáis un afeitado. Mi amigo te lo hará.

El visir se sentó y el barbero le enjabonó la cabeza. Luego cogió su nueva navaja para afeitarlo.

-¡No! -exclamó el sultán-. Esa vieja navaja no es digna de afeitar la cabeza de un súbdito tan leal. Coge la navaja nueva.

El barbero obedeció; pero, al afeitar al visir, le hizo un pequeño rasguño en el cuero cabelludo. Al instante, el visir fue víctima de temblores y paroxismos y, al poco, expiró. El filo de la navaja estaba envenenado.

Poco después, el sultán nombró visir al barbero.

Richard Hughes [En el regazo del Atlas]

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